Sibi le decía su hermanita de dos años, tratando de imitar el Silvi con que la llamaban los demás a Silvana, como la falta de imaginación de sus padres la nombró. Y ya que las criaturitas de dos años aún no han aprendido nada, y por lo tanto no saben equivocarse, todos terminaron llamándola así, Sibi.
Al contrario de la mayoría de los niños a ella le encantaba el agua. En verano, su madre la sacaba de la Pelopincho, tiritando de frío, entrada la noche. En invierno, cuando el agua de la bañadera ya se había enfriado demasiado, su madre la envolvía en una toalla y la ponía al lado de la estufa. Cuando la sacaban del agua la Niña Pez hacía un escándalo.
Sibi aprendió a nadar antes que a caminar, todo el tiempo tenía sed y alergia a la tierra. Ganaba las competencias improvisadas de quien aguanta más tiempo la respiración abajo del agua, a los 6 minutos la sacaban sus hermanos preocupados.
Cuando floreció se puso tan hermosa por fuera como siempre lo fue por dentro, pero a nadie le importan mucho los adentros. Menos al que no es buceador de lo profundo, al que se queda en la orilla de las cosas, donde hace pie. Uno de esos hombres la vio y la quiso solo para él. Con habilidad y paciencia este buen hombre, que no tuvo que hacer gran cosa para ser bueno, tan solo seguir la corriente, logró casarla. Le prometió comida diaria, mucha agua y otras seguridades, y así puso a la Niña Pez dentro de una pecera, solo para él. Cuando Sibi comenzó a nadar en círculos, le llenó la pecera de adornitos, plantas de plástico, piedritas de colores, y un cosito que tira burbujitas.
Pero los peces son escurridizos, se sabe, se te escapan de las manos. Por eso el buen hombre le hizo hijos, niños peces, y así se aseguró de que ella nunca abandone los límites de su casa de cristal.
De todos modos algo nada dentro.
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Música: Apparat - Hailin From The Edge.