viernes, julio 10

Lo Increíble

Tiene ojos chiquitos, lochoquitos, y a veces se pinta apenas los párpados, se marca las pestañas, apenas. Son negros, profundos, y cuando levanta la mirada mi corazón se esconde. Está sentada ahí, a dos mesas de distancia, al frente mío. No le hablo, no se que decirle... con ella no funciona el "Mirame, Mirame, Mirame", no me mira, nunca.

La cafetería de la facu tiene una desagradable iluminación artificial, parece una farmacia. Entran los desaforados de siempre a los gritos discutiendo intrascendencias deportivas o políticas. Yo me sobresalto, me irrito, ella apenas los percibe. Siempre almorzamos juntos, es decir a dos mesas de distancia, pero en la misma cafetería de la facultad, que además de florecentes y desaforados tiene un buen café a un precio accesible. Hacemos tiempo, ella y yo, entre las clases de la mañana y las de la tarde. Debe vivir lejos también, subte más tren, la vida por una ventanilla, siéntese señora y el tratrac tratrac, tratrac tratrac...

Me gusta su leve y permanente tristeza, mira así, todo, así pasa las hojas de su cuaderno, así sonríe. Alguien me dijo que se llama María de los Ángeles, tal vez por eso la pena, los católicos no suelen ser gente feliz, tan cargados de culpa, de pecado, de cosas que no se pueden hacer. Pero ella no parece una ferviente religiosa, parece llena de preguntas, de dudas, y los creyentes no suelen preguntarse, no dudan, dios es la anulación de los grandes cuestionamientos de la humanidad, tal vez por eso fue inventado.

Escuché que sus amigas la llaman Marie, Marian, y derivados, yo todavía no la he nombrado. Cuando pienso en ella se me vienen imágenes de mar, del azul del mar, el violeta del cielo cuando se acaba el día, o la sensación de cuando la montaña se alza sobre las nubes... su nombre me huele a tierra mojada, a selva acariciando las olas espumosas, a salgamos de aquí.

Una vez se fue de la cafetería apurada, alguien la llamó que llegaba tarde, dejó en la mesa unas servilletas con anotaciones y dibujos que hoy son mi tesoro. Allí, entre otros lugares, busqué razones para su imperceptible, suave y constante tristeza. Había dibujos de monstruitos comiéndose edificios de envidiable perspectiva, anotaciones de cosas por hacer y el nombre Daniel Brühl. Mi corazón dejó de estrujarse cuando supe que el tal Daniel era un actor alemán, el que hizo "Good Bye Lenin", que es una buena peli y que hubiese sido mejor si Yann Tiersen no le hiciese una música tan parecida a la de Amelie.

Ella también se viste bien, como Amelie, combina cada prenda prolijísima, original sin ser exagerada, aunque se contradiga un poco cuando su ropa dice: ¡Ey, acá estoy! Y su cuerpo en cambio dice: trágame tierra (y lo dice bajito, casi susurrando).

En una de esas servilletas había una inquietante frase que dejaba entrever algún pasado desprovisto de éxitos, decía en letras clavadas en el papel: “Hacer las cosas bien”, así, como una orden a si misma. Como quien no se disculpa ciertos deslices, ciertas pérdidas de tiempo, ciertos impulsos que cayeron al vacío.

Así, severa consigo misma, con esa sonrisa de “no, gracias”, esa voz como abajo del agua, esas manos preocupadas por su pelo, esa carita de niña con ciertas reminiscencias de actrices de cine, ella y su apagada tristeza, ahí. Y yo aquí, sin encontrar las palabras justas para hablarle a su alma, la miro en silencio, esperando que un día pase lo increíble.