martes, febrero 16

Lluvia y Seis Mil Quinientos Libros




Todavía no termino de entender la incalculable fortuna de tener una biblioteca en casa. Más de seis mil quinientos libros en mi computadora y además llueve, y es lunes, y los lunes, esos odiosos días de trabajo, yo no trabajo. Llueve, jazz, café con una pizca de leche y seis mil quinientos libros. Soy feliz, si no lo fuera sería preocupante, habría perdido la sorpresa, la gratitud o alguna de esas pocas cosas que uno trae cuando nace y no debería perder, no debería. Es cierto que no te tengo, y te quiero, y no me querés y más te quiero, pero llueve, los árboles están felices y yo siento sus sonrisas, sus manos al aire, su savia, sabia. Uno puede amar sin ser amado y que esto no constituya una tortura si tiene seis mil quinientos libros, y si entre medio de ellos están los únicos dos libritos gigantescos de Juan Rulfo, ciertos indispensables libros de Nietzsche, y la palabra poeta de Juarroz, como un consuelo, como una mano en el hombro, como un poco de licor en el café, como las pocas e inasibles ventajas de ser adulto: comer el postre antes del almuerzo, por ejemplo. Comer únicamente el postre, inclusive.
Seis mil quinientos libros y además otros tantos discos, muchos de ellos de jazz, y entre ellos claro Bill Evans, Billy Holiday… olor a tostadas, salir a caminar dentro de casa, mirarse al espejo, lavar los platos de ayer, dibujarse la mano, soñar despierto que es como soñar dormido pero se parece más a una plegaria, un pedido.
Arlt y Asimov están en la A. El ruso no habla castellano, Roberto no habla ruso, no intentan otros idiomas, es mejor el lenguaje universal del gesto y el silencio. Uno ofrece un cigarrillo, el otro acepta, lo huele antes de encenderlo, fuman mirando como se mezclan los humos en el aire de éste frío día de verano, apoyados en la baranda del viejo barco de Ensenada. Y además empieza primero un piano leve, ondulante, como ola de río gris, después entra la trompeta delicada de Chet Baker iluminando los ojos de mi recuerdo de vos, de mi invención de vos, porque el amor es una invención de uno, de uno y sus invenciones.
Bakunin, Ballard, Barthes. Más allá, cruzando la calle mojada, saltando algunos charcos llenos de cielo, Baudelaire, Beckett, Bierce, y apenas separados, a la sombra de un árbol que todavía llueve, Bioy Casares y Borges saludan a Bradbury y Frederic Brown. Los hombres que nacieron viejos, que en sus arrugadas manos recolectaron palabras y años y luces encerradas y vinos y soledad.
¡Qué invadido de domingo el lunes! Que liviano el peso de no tenerte salvo en la imaginación y el recuerdo, que son casi lo mismo. Calvino, Camus, Carpentier, Chejov, Conrad ¿Estamos todos? No, falta el capitán, Julito Cortazar, tropezando sonríe tras su barba.
Dave Brubeck mantiene la melodía de su Otoño en Washington Square. La luz entra por debajo de la puerta, un hornero picotea un bicho, las hojas secas pronostican el final de un verano despiadado. Huele a humedad y a mí, las ventanas están abiertas pero no hay brisa que las justifique…
Y así el día se hace noche, y en la noche llega el vino, 50 cabernet, 50 syrah, abierto a 19 grados mientras la salsa se estaciona y los fideos hierven en la olla semi destapada. Serán servidos sin queso, porque cuando la salsa es buena el queso la arruina. Así me recomendó Albi, un mediodía en su programa de Clásica y Moderna, bastante antes que mi “Jazz de Medianoche” fuera anunciado por “Stolen Moments” de Oliver Nelson y yo temblase esa agradable sensación de que el día había valido la pena. Brindar solo, por Pierrot, siempre, desde aquella vez Montevideo donde me emocioné escuchando tu Falta y Resto, caminando la rambla, la inocencia de Benedetti, las memorias de fuego de Galeano, los charcos donde metía la pata Onetti, ahora me salpican a mí. “Miren al Pierrot callejero, de la noche fiel compañero… le ha tocado pasarse la vida a solas con su corazón”…   
Sí, me dolés, pero este cuerpo, vacío de tu cuerpo, sabe bailar bajo la lluvia, desnudo, escondido en la noche, feliz por amar de nuevo, por saber amar, y por no tener nada salvo seis mil quinientos libros.




Pau Candi
lunes 15 de febrero, dos mil diez.