jueves, diciembre 11

Mara y los Monstruos



El Dr. Salcedo Abrines se toma el bigote mientras examina a la niña. Sonriendo con mueca amable pregunta más para sí mismo que para ella:

-. Entonces ¿Podés crear monstruos? .-

Mara afirma moviendo la cabeza, y señala un punto en el consultorio del psiquiatra, entre la ventana y la biblioteca. Salcedo Abrines dirige hacia allí su vista y luego mira a la pequeña.

-. ¿Allí hay uno? .-

Mara sube y baja su cabecita.

-. ¿Lo creaste ahora? .-

“Sí”, dice de nuevo ella con fastidio. El zángano diplomado se divierte.

-. ¿Lo creaste para que me coma? .-

Mara continúa asintiendo con la cabeza.

-. Y ¿por qué no me come? .-

Pregunta la sonrisa boba del escéptico especialista en psiquiatría infantil.

Mara se rasca una piernita, se baja del sillón, camina hacia la puerta cerrada del consultorio y golpea. Del lado de afuera abre su padre con mirada tensa. La madre detrás se para y Mara le toma la mano y la conduce por el pasillo hacia la salida. El padre vuelve la vista hacia el doctor, levanta las cejas preguntando.
El Dr. Salcedo Abrines le guiña un ojo canchero y con un ademán le indica que se vaya, que después lo llama.

El padre de Mara camina ligero por el pasillo, aliviado, el nudo en la garganta afloja. Alcanza a su mujer y su hijita en el estacionamiento. Suben al auto los tres, mientras se alejan Mara se gira y mira por el parabrisas trasero hacia la ventana del consultorio del doctor. Allí ve a su monstruo  que con gesto adusto espera su orden. Con un leve pestañear ella libera a la criatura.

El ruido del motor y la distancia no dejan escuchar el grito desgarrador del Dr. Salcedo Abrines.



martes, septiembre 23

Néstor Candi, La Soledad de Los Cultos


Conocí a Néstor Candi en 1998, ya había tenido contacto con él previamente, inclusive filmamos juntos una serie de documentales años antes, pero conocerlo, en toda su dimensión, recién en 1998.

Vivía en un monoambiente de la Rua Vitorino, en el centro de Porto Alegre. Tenía un amplio balcón dónde apoyado sobre la baranda se quedaba mirando el horizonte, atrás de los edificios se alcanzaba a ver el Río Guaíba. Tenía un enorme helecho que soltaba sus hojitas secas, tan leves que estaban sobre toda superficie, previamente llena de libros. Tenía finalmente un equipito de música doble casetera donde escuché por primera vez “You Must Believe in Spring” de Bill Evans.

En aquel entonces trabajaba en la Universidad, creo que aún lo hace, Néstor es esencialmente un maestro, enseña todo el tiempo, en cada charla. Sus clases simplemente son extraordinarias, y sus alumnos lo recuerdan de esa manera, como el profesor que a pesar de su magro salario ponía el alma en cada aula, educando con pasión. La historia del arte podría ser tediosa para muchos, pero él bajaba del pedestal a los grandes genios contándote anécdotas exageradas o inventadas que te acercaban a ese mundo inalcanzable: “Entonces a Picasso le dio hambre y salió en pantuflas a la calle, se tropezó con una señora, iba a insultarla porque Pablo tenía un pésimo carácter, pero viendo la figura que formaban las frutas y verduras desparramadas por el piso, se da cuenta de todo”…

Un gran maestro es primero un gran alumno, un estudioso. Recuerdo con la admiración y el profundo agradecimiento con que hablaba de sus maestros, Nessi, Elosegui, López Osórnio, Rex Gonzalez. ¿Cómo explicarle cuando insistía en la continuidad de mi carrera que en mi facultad no había maestros, ni siquiera buenos profesores?

Sobreviviente de aquella generación perseguida, secuestrada, torturada, desaparecida, por lúcida, comprometida, valiente, educada, le costaba caminar por los escombros de lo que alguna vez fue La Perla Cultural de América Latina.

Si no comenzó de joven con la literatura o las artes plásticas fue por un sentido único de respeto y honradez. El arte es la sublimación de la especie humana, no podía escribir o pintar sin antes saber, estudiar, comprender la historia completa de esa expresión humana.
Entre su caótico escritorio lleno de notas, pude encontrar algunos dibujos donde se destacaba una forma muy original de marcadas líneas abstractas que sin embargo podían ser pájaro, pez, selva, sol y luna. Mezclaba las curvas formas de Dios o la naturaleza con las del hombre, rectas. Sus primeros cuadros se parecían más a pinturas rupestres de antiguas civilizaciones que a la conjunción de sus admirados Klee; Kandinsky; Jacobsen… de contrastados y fuertes colores, texturas, luces, y movimiento. Pero lo que se imponía siempre era la forma. Entonces se lo dije, al pasar, como quien no quiere la cosa: -.”Si tu fuerte es evidentemente la forma, ¿por qué no haces escultura? .- Entonces él, que solía escucharme y valorar mi consejo a pesar de las abismales diferencias de formación, comenzó a estudiar el tema. Porque ese es el principio de todo, el estudio ¿no? Primero fue la cerámica, el barro,  luego el metal.

Recuerdo las luces: Verlo pararse en medio de una vereda, mirando el suelo, admirando alguna forma hecha por la casualidad. Despertándome temprano en la mañana, trayéndome un café, ansioso por contarme su última idea, su último descubrimiento: -. “Me acabo de dar cuenta de algo muy importante” .-

Recuerdo las sombras: El dolor y el resentimiento hacia el país, por el exilio, por la violencia, por la persecución, por la brutalidad. El sufrimiento de sentirse hermano del desposeído que no puede comprenderte por su ignorancia e incomprendido por el que sabe pero se niega a aceptarte en su exclusivo club social.
La soledad de los cultos.  

La chatarra en sus manos caminaba hacia una forma de vuelo estático. Como en un rompecabezas los pedazos desdeñados de metal ocupaban su lugar en el mundo.

Luego las exposiciones, el reconocimiento. Las esculturas que estorbaban a la hora de poner la mesa para la cena ahora viajaban en cajas embaladas como piezas de arqueología. Así llegaron hasta aquí, donde mi profesor de dibujo de primaria, convertido en mi vecino por esas cosas que solo la vida puede, las vio y las transformó en muestra en el Museo Caraffa que merecidamente dirige.

Fue una alegría volver a ver al maestro, escucharlo ilustrar en cada charla, conseguir aliados, planear futuros. Una alegría por su arte y porque además es mi padre. Pero sobre todo por su enseñanza: “Lo más importante es la obra, el legado que cada uno le deja al resto de la humanidad”.

Y aún no hablé de su poesía, no quedan palabras, todas ya la ha ocupado.







Pablo Candi (Para Revista Desterrados) (02-08-2014)