El Dr. Salcedo
Abrines se toma el bigote mientras examina a la niña. Sonriendo con mueca
amable pregunta más para sí mismo que para ella:
-. Entonces ¿Podés
crear monstruos? .-
Mara afirma
moviendo la cabeza, y señala un punto en el consultorio del psiquiatra, entre
la ventana y la biblioteca. Salcedo Abrines dirige hacia allí su vista y luego
mira a la pequeña.
-. ¿Allí hay uno?
.-
Mara sube y baja su
cabecita.
-. ¿Lo creaste ahora?
.-
“Sí”, dice de nuevo
ella con fastidio. El zángano diplomado se divierte.
-. ¿Lo creaste para
que me coma? .-
Mara continúa
asintiendo con la cabeza.
-. Y ¿por qué no me
come? .-
Pregunta la sonrisa
boba del escéptico especialista en psiquiatría infantil.
Mara se rasca una
piernita, se baja del sillón, camina hacia la puerta cerrada del consultorio y
golpea. Del lado de afuera abre su padre con mirada tensa. La madre detrás se
para y Mara le toma la mano y la conduce por el pasillo hacia la salida. El
padre vuelve la vista hacia el doctor, levanta las cejas preguntando.
El Dr. Salcedo
Abrines le guiña un ojo canchero y con un ademán le indica que se vaya, que
después lo llama.
El padre de Mara
camina ligero por el pasillo, aliviado, el nudo en la garganta afloja. Alcanza
a su mujer y su hijita en el estacionamiento. Suben al auto los tres, mientras
se alejan Mara se gira y mira por el parabrisas trasero hacia la ventana del
consultorio del doctor. Allí ve a su monstruo que con gesto adusto espera su orden. Con un
leve pestañear ella libera a la criatura.
El ruido del motor
y la distancia no dejan escuchar el grito desgarrador del Dr. Salcedo Abrines.
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