Conocí a Néstor Candi en 1998, ya había tenido contacto con él previamente,
inclusive filmamos juntos una serie de documentales años antes, pero conocerlo,
en toda su dimensión, recién en 1998.
Vivía en un monoambiente de la Rua Vitorino, en el centro de Porto Alegre.
Tenía un amplio balcón dónde apoyado sobre la baranda se quedaba mirando el
horizonte, atrás de los edificios se alcanzaba a ver el Río Guaíba. Tenía un
enorme helecho que soltaba sus hojitas secas, tan leves que estaban sobre toda
superficie, previamente llena de libros. Tenía finalmente un equipito de música
doble casetera donde escuché por primera vez “You Must Believe in Spring” de
Bill Evans.
En aquel entonces trabajaba en la Universidad, creo que aún lo hace, Néstor
es esencialmente un maestro, enseña todo el tiempo, en cada charla. Sus clases
simplemente son extraordinarias, y sus alumnos lo recuerdan de esa manera, como
el profesor que a pesar de su magro salario ponía el alma en cada aula, educando
con pasión. La historia del arte podría ser tediosa para muchos, pero él bajaba
del pedestal a los grandes genios contándote anécdotas exageradas o inventadas
que te acercaban a ese mundo inalcanzable: “Entonces a Picasso le dio hambre y salió
en pantuflas a la calle, se tropezó con una señora, iba a insultarla porque
Pablo tenía un pésimo carácter, pero viendo la figura que formaban las frutas y
verduras desparramadas por el piso, se da cuenta de todo”…
Un gran maestro es primero un gran alumno, un estudioso. Recuerdo con la
admiración y el profundo agradecimiento con que hablaba de sus maestros, Nessi,
Elosegui, López Osórnio, Rex Gonzalez. ¿Cómo explicarle cuando insistía en la
continuidad de mi carrera que en mi facultad no había maestros, ni siquiera
buenos profesores?
Sobreviviente de aquella generación perseguida, secuestrada, torturada,
desaparecida, por lúcida, comprometida, valiente, educada, le costaba caminar
por los escombros de lo que alguna vez fue La Perla Cultural de América Latina.
Si no comenzó de joven con la literatura o las artes plásticas fue por un sentido
único de respeto y honradez. El arte es la sublimación de la especie humana, no
podía escribir o pintar sin antes saber, estudiar, comprender la historia
completa de esa expresión humana.
Entre su caótico escritorio lleno de notas, pude encontrar algunos dibujos
donde se destacaba una forma muy original de marcadas líneas abstractas que sin
embargo podían ser pájaro, pez, selva, sol y luna. Mezclaba las curvas formas
de Dios o la naturaleza con las del hombre, rectas. Sus primeros cuadros se
parecían más a pinturas rupestres de antiguas civilizaciones que a la
conjunción de sus admirados Klee; Kandinsky; Jacobsen… de contrastados y
fuertes colores, texturas, luces, y movimiento. Pero lo que se imponía siempre
era la forma. Entonces se lo dije, al pasar, como quien no quiere la cosa:
-.”Si tu fuerte es evidentemente la forma, ¿por qué no haces escultura? .-
Entonces él, que solía escucharme y valorar mi consejo a pesar de las abismales
diferencias de formación, comenzó a estudiar el tema. Porque ese es el
principio de todo, el estudio ¿no? Primero fue la cerámica, el barro, luego el metal.
Recuerdo las luces: Verlo pararse en medio de una vereda, mirando el suelo,
admirando alguna forma hecha por la casualidad. Despertándome temprano en la
mañana, trayéndome un café, ansioso por contarme su última idea, su último
descubrimiento: -. “Me acabo de dar cuenta de algo muy importante” .-
Recuerdo las sombras: El dolor y el resentimiento hacia el país, por el
exilio, por la violencia, por la persecución, por la brutalidad. El sufrimiento
de sentirse hermano del desposeído que no puede comprenderte por su ignorancia
e incomprendido por el que sabe pero se niega a aceptarte en su exclusivo club
social.
La soledad de los cultos.
La chatarra en sus manos caminaba hacia una forma de vuelo estático. Como
en un rompecabezas los pedazos desdeñados de metal ocupaban su lugar en el
mundo.
Luego las exposiciones, el reconocimiento. Las esculturas que estorbaban a
la hora de poner la mesa para la cena ahora viajaban en cajas embaladas como
piezas de arqueología. Así llegaron hasta aquí, donde mi profesor de dibujo de
primaria, convertido en mi vecino por esas cosas que solo la vida puede, las
vio y las transformó en muestra en el Museo Caraffa que merecidamente dirige.
Fue una alegría volver a ver al maestro, escucharlo ilustrar en cada
charla, conseguir aliados, planear futuros. Una alegría por su arte y porque
además es mi padre. Pero sobre todo por su enseñanza: “Lo más importante es la
obra, el legado que cada uno le deja al resto de la humanidad”.
Y aún no hablé de su poesía, no quedan
palabras, todas ya la ha ocupado.
Pablo Candi (Para Revista Desterrados) (02-08-2014)
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