martes, septiembre 23

Néstor Candi, La Soledad de Los Cultos


Conocí a Néstor Candi en 1998, ya había tenido contacto con él previamente, inclusive filmamos juntos una serie de documentales años antes, pero conocerlo, en toda su dimensión, recién en 1998.

Vivía en un monoambiente de la Rua Vitorino, en el centro de Porto Alegre. Tenía un amplio balcón dónde apoyado sobre la baranda se quedaba mirando el horizonte, atrás de los edificios se alcanzaba a ver el Río Guaíba. Tenía un enorme helecho que soltaba sus hojitas secas, tan leves que estaban sobre toda superficie, previamente llena de libros. Tenía finalmente un equipito de música doble casetera donde escuché por primera vez “You Must Believe in Spring” de Bill Evans.

En aquel entonces trabajaba en la Universidad, creo que aún lo hace, Néstor es esencialmente un maestro, enseña todo el tiempo, en cada charla. Sus clases simplemente son extraordinarias, y sus alumnos lo recuerdan de esa manera, como el profesor que a pesar de su magro salario ponía el alma en cada aula, educando con pasión. La historia del arte podría ser tediosa para muchos, pero él bajaba del pedestal a los grandes genios contándote anécdotas exageradas o inventadas que te acercaban a ese mundo inalcanzable: “Entonces a Picasso le dio hambre y salió en pantuflas a la calle, se tropezó con una señora, iba a insultarla porque Pablo tenía un pésimo carácter, pero viendo la figura que formaban las frutas y verduras desparramadas por el piso, se da cuenta de todo”…

Un gran maestro es primero un gran alumno, un estudioso. Recuerdo con la admiración y el profundo agradecimiento con que hablaba de sus maestros, Nessi, Elosegui, López Osórnio, Rex Gonzalez. ¿Cómo explicarle cuando insistía en la continuidad de mi carrera que en mi facultad no había maestros, ni siquiera buenos profesores?

Sobreviviente de aquella generación perseguida, secuestrada, torturada, desaparecida, por lúcida, comprometida, valiente, educada, le costaba caminar por los escombros de lo que alguna vez fue La Perla Cultural de América Latina.

Si no comenzó de joven con la literatura o las artes plásticas fue por un sentido único de respeto y honradez. El arte es la sublimación de la especie humana, no podía escribir o pintar sin antes saber, estudiar, comprender la historia completa de esa expresión humana.
Entre su caótico escritorio lleno de notas, pude encontrar algunos dibujos donde se destacaba una forma muy original de marcadas líneas abstractas que sin embargo podían ser pájaro, pez, selva, sol y luna. Mezclaba las curvas formas de Dios o la naturaleza con las del hombre, rectas. Sus primeros cuadros se parecían más a pinturas rupestres de antiguas civilizaciones que a la conjunción de sus admirados Klee; Kandinsky; Jacobsen… de contrastados y fuertes colores, texturas, luces, y movimiento. Pero lo que se imponía siempre era la forma. Entonces se lo dije, al pasar, como quien no quiere la cosa: -.”Si tu fuerte es evidentemente la forma, ¿por qué no haces escultura? .- Entonces él, que solía escucharme y valorar mi consejo a pesar de las abismales diferencias de formación, comenzó a estudiar el tema. Porque ese es el principio de todo, el estudio ¿no? Primero fue la cerámica, el barro,  luego el metal.

Recuerdo las luces: Verlo pararse en medio de una vereda, mirando el suelo, admirando alguna forma hecha por la casualidad. Despertándome temprano en la mañana, trayéndome un café, ansioso por contarme su última idea, su último descubrimiento: -. “Me acabo de dar cuenta de algo muy importante” .-

Recuerdo las sombras: El dolor y el resentimiento hacia el país, por el exilio, por la violencia, por la persecución, por la brutalidad. El sufrimiento de sentirse hermano del desposeído que no puede comprenderte por su ignorancia e incomprendido por el que sabe pero se niega a aceptarte en su exclusivo club social.
La soledad de los cultos.  

La chatarra en sus manos caminaba hacia una forma de vuelo estático. Como en un rompecabezas los pedazos desdeñados de metal ocupaban su lugar en el mundo.

Luego las exposiciones, el reconocimiento. Las esculturas que estorbaban a la hora de poner la mesa para la cena ahora viajaban en cajas embaladas como piezas de arqueología. Así llegaron hasta aquí, donde mi profesor de dibujo de primaria, convertido en mi vecino por esas cosas que solo la vida puede, las vio y las transformó en muestra en el Museo Caraffa que merecidamente dirige.

Fue una alegría volver a ver al maestro, escucharlo ilustrar en cada charla, conseguir aliados, planear futuros. Una alegría por su arte y porque además es mi padre. Pero sobre todo por su enseñanza: “Lo más importante es la obra, el legado que cada uno le deja al resto de la humanidad”.

Y aún no hablé de su poesía, no quedan palabras, todas ya la ha ocupado.







Pablo Candi (Para Revista Desterrados) (02-08-2014) 



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